El doctor Havel, la enfermera Alzbeta, Eduard, Alice, Kiara y una falsa autoestopista son algunos de los inolvidables personajes que se entregan a los múltiples y contradictorios juegos propiciados por la amistad, el amor y el sexo. En un entorno inquisitivo y sofocante, ellos protagonizan siete aventuras, siete encuentros y desencuentros con los que Kundera, con la brillantez que lo caracteriza, incita a una risa traviesa, a un humor sabio, refinado y gozoso.
Una galería de personajes hedonistas, un poco cínicos, un poco amorales, se entrega al juego del amor y de la seducción a lo largo de siete cuentos desenfadados y vitales.
Milan Kundera es el escritor checo más conocido después de Kafka, y lo es, en gran medida, gracias a La insoportable levedad del ser. A finales de los ochenta esta novela, entre psicológica y existencialista, era uno de esos títulos que había que leer. Yo lo leí, como todo el mundo, y no tengo dudas de que se trata de una gran novela, pero si he de serles sincero, cuando pienso en Kundera suelo acordarme con mucho más cariño de El libro de los amores ridículos.
Tomás, el cínico y mujeriego doctor de La insoportable levedad del ser, bien podría ser el protagonista de cualquiera de los relatos incluidos en El libro de los amores ridículos; la diferencia estriba en que estos cuentos son menos trascendentes que la novela y, en cambio, son mucho más íntimos, están más pegados a la piel de los personajes y –esto es lo mejor– son mucho más desenfadados: están impregnados de una alegría burlona y despreocupada que aligera una lectura que no es menos profunda y reflexiva que otras obras del autor.
¿Puede ser ridículo el amor? Solemos considerar que el amor es el más elevado de los sentimientos, la más desinteresada de las pasiones, capaz de revelar las mejores cualidades del que ama –e incluso del que es amado–; así que mi primer impulso es creer que el amor no puede ser ridículo. Ni cruel, ni estúpido, ni egoísta. Pero a la experiencia le suele dar por llevarle la contraria a las ideas elevadas y le gusta demostrar que los amantes son tan capaces de lo bueno como de lo malo, quizá porque el propio amor no entiende de moral.
Pero es su patetismo lo que hace que los amores de Milan Kundera sean tan humanos, tan reales: sus protagonistas (tanto los que de verdad aman como los que simplemente se entregan al ritual del amor con objetivos más carnales que espirituales), al quedar expuestas sus pasiones, sus traiciones, sus esperanzas –todas ellas pequeñas y cotidianas–, no pueden dejar de resultar ridículos, casi cómicos, a los ojos del lector. ¿Han observado alguna vez a los niños mientras juegan? La ingenuidad con la que creen ser lo que no son, la dignidad y la convicción con las que realizan sus torpes movimientos, la pasión que ponen en juegos absurdos en los que es imposible ganar, todo ello, si se mira desde la distancia, resulta bastante patético. Pero, ¿acaso no son entrañables y conmovedores precisamente por esa ingenuidad y por esa torpeza?
Así que aquí estamos; espiando los sensuales juegos de una galería de personajes hedonistas, un poco cínicos, un poco amorales, frágiles y perdidos aunque se muestren tan seguros de sí mismos en apariencia. Más interesados en la seducción que en el sexo, en jugar el juego del amor que en salir vencedores de él, se convierten en esclavos de sus pasiones. ¿Qué pretenden? Quizá arrojar algo de luz en unas vidas que de otro modo serían tristes y monótonas. O, sencillamente, alargar lo más posible su juventud y después tener algo que recordar.
“¡Pero si nos lanzamos a las alegrías del amor, es para recordarlas! ¡Para que sus puntos luminosos unan en una línea radiante nuestra juventud con nuestra vejez!”
El comportamiento de estos vividores contrasta poderosamente sobre el fondo gris y ajado de la Checoslovaquia de los sesenta. No hay que escarbar mucho para encontrar en los relatos de El Libro de los amores ridículos, escritos entre 1959 y 1968, una velada crítica dirigida no tanto al régimen comunista checoslovaco (del que Kundera, ferviente militante en su juventud, se fue distanciando con el tiempo hasta su exilio en 1975) como a la sociedad triste y severa, reprimida y represiva, que dicho régimen fue moldeando con el paso de los años.
Todo este juego de pasiones, coqueteos e infidelidades no es un simple devaneo frívolo porque Kundera, con ternura y humor, desnuda a sus personajes y nos muestra de qué están hechos con una lucidez deslumbrante y una cercanía rayana en la confidencia.
Porque los siete relatos que forman El libro de los amores ridículos no dan la sensación de estar escritos; más bien se diría que el autor, sentado junto al lector con una copa de vino en la mano, se los está contando en ese mismo instante, dirigiéndose directamente a él, intercalando sus comentarios y conclusiones, buscando su complicidad, rogándole que no juzgue a sus personajes con dureza.
Y riendo todo el tiempo, con la risa franca y sincera, cargada de sabiduría y sagacidad, del que ha sufrido y ha gozado y en ambas situaciones ha vivido con ganas.
Pero cuando nosotros nos reímos con el narrador de lo ridículos que resultan los amores y los juegos de los personajes de Kundera debemos ser discretos, porque El libro de los amores ridículos es como un espejo y, en realidad, nos estamos riendo de nosotros mismos.
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